La verdad es que vivimos tiempos convulsos en la política de este país. Tiempos que no me gustan, y no me gustan porque todavía recuerdo historias de mis abuelos, contadas con caras de miedo y tristeza, sobre la situación de España hace muchos años. Tiempos que no me gustan porque recuerdo lo que me contaba Alexandra, y el intérprete de serbio-croata que le acompañaba cuando vino con un grupo de refugiadas bosnias hasta aquí. Tiempos que no me gustan porque recuerdo cómo se comenzó en mi tierra a insultar al diferente hace casi cincuenta años y cómo luego se asesinó a casi novecientos de ellos/as. No, no me gusta lo que estoy viendo y viviendo. Ciertamente no seré yo quien defienda la deriva que ha llevado el procés catalán. No seré yo quien defienda los argumentos populistas del nacionalismo esencialista que nos empuja a sumergirnos en sentimientos calientes y en identidades únicas, envueltas en una bandera, confrontadas contra otras identidades y anulando así las posibilidades de ser múltiple y plural. No, no seré yo quien les defienda. Pero, quizás por ello, no puedo asumir que la única forma de contrarrestar todo lo mencionado anteriormente sea la de utilizar sus mismas estrategias. No puedo comprender que la única forma de luchar contra los argumentos del nacionalismo (su simbología, su nativismo histórico, su etnicismo, su homogeneidad identitaria, su himno, su bandera, su...) sea la de utilizar otro nacionalismo (con su correspondiente simbología, su nativismo histórico, su etnicismo, su homogeneidad identitaria, su himno, su bandera, su...). No. No puedo comprenderlo.
Estamos generando militantes del odio en vez de ciudadanos. Personas que son fruto de un discurso fanático, fruto, en definitiva, de lo que, lamentablemente, nos transmiten a diario ciertos políticos y telepredicadores en un país tan cainita como España. Vecinos y amigos nuestros que construyen la alteridad proyectándola, no como una posibilidad de complementariedad, sino como algo a combatir. Es el discurso fácil, binario, que no conoce matices. Todo es blanco o negro. O eres de los míos o no mereces sino desprecio, una paliza o la muerte. O estás conmigo o contra mí. Si los mentideros del grupo, hoy en día azuzados a través de las redes sociales, acuñan un eslogan, el grupo, dócil y sin un ápice de espíritu crítico, abraza ese discurso cual si de un dogma de fe se tratara y comienza a insultar al discrepante. Todo vale con tal de ridiculizar, humillar, destruir... Y así le va a este país (con gravísimos problemas cuya resolución necesita, entre otras muchas cosas, juntarnos y cooperar en el que remar juntos en busca de un bien común se está convirtiendo en una utopía. Una quimera de la que nos aleja un odio binario e irreconciliable: izquierda o derecha, fachas o rojos, progresistas o conservadores, centralistas o independentistas, machistas o feministas, del Madrid o del Barsa, de ABC o de El País, señorito o “perroflauta”, de taxi o de Cabify, pro “relator” o anti “relator”, de bandera bicolor o de bandera tricolor, de ikurriña o de española, … Nuestra sociedad mediática y postmoderna, salvo algunas mentes lúcidas a las que pocos otorgan el crédito que merecen, está educando a las nuevas generaciones en un lenguaje “guerracivilista” que anima al combate en vez de al acercamiento y la proactividad. Una sociedad que está siendo fertilizada a diario por “mamporreros” del enfrentamiento y el desprecio, en definitiva, una sociedad del odio. Decía Confucio que “si odias a una persona, entonces te ha derrotado”; pues bien, creo que estamos alimentando una hueste de derrotados que sólo pueden llevarnos a la derrota colectiva.
Me van a perdonar ustedes si yo me niego a participar de tamaño disparate. Quiero creer que todavía existen personas en el país que conviven, se juntan, se enamoran, trabajan y se aprecian por encima de ideologías, identidades o militancias. Quiero creer que este país puede buscar acomodo a todas las posibilidades de ser y de sentir, como lo ha hecho durante varias décadas y que tan sólo así conseguiremos dejar a nuestros hijos una sociedad mejor. Esa España es en la que creo, esa Euskadi es en la que creo, esa Cataluña es en la que creo, esa (pongan ustedes el nombre que más deseen), esa Europa es en la que creo y para conseguirla no es necesario estar envolviéndose en banderas todo el día. Dejemos las banderas para las fiestas, para las instituciones, para los cuarteles, para las embajadas, para sentirlas o respetarlas pero jamás para utilizarlas como armas simbólicas contra otros. Si al cariño por mi tierra vasca, española y europea. Sin duda alguna. Pero sin esencialismos ni exageraciones. ¡Que no!!! ¡Que me niego a participar de ningún nacionalismo!!!
¿Me he explicado claramente?
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