Había sido invitado a presentar un ciclo de conciertos de
música coral en el marco del Pórtico de la Luz de la Catedral de Santa María de
Vitoria. Música excelente, pues el plantel de corales a intervenir era
realmente sobresaliente, y un entorno fascinante, rodeados de arcos de piedra,
claves, terceletes, bóvedas y figuras que nos observan desde el siglo XIV. La
cita era importante para los círculos musicales de la ciudad, los organizadores
me habían pedido que acudiera con traje negro y corbata en tonos oscuros, así
que consciente de la importancia del evento musical y como antropólogo,
convencido de que la “casulla” tiene su importancia en toda “liturgia”, así lo
hice. Acepté la presentación y saqué del armario el único traje que tengo, ya
con muchos años, pero que me sirve lo mismo para acudir a una boda, a una
investidura universitaria o a cualquier acto que requiera esa rigurosa prenda.
El tema de la elección de corbata no fue difícil. Mi padre, le recuerdo emocionado,
había fallecido unos meses antes y había heredado de él una numerosa colección
de “chalinas”. Así que portar la corbata escogida para aquel acontecimiento se
convertía también, de una u otra forma, en un pequeño homenaje a mi progenitor.
Me dirigía presuroso hacia la catedral y mientras repasaba
mentalmente los coros participantes, sus respectivos directores o directoras,
una breve semblanza de estos y el repertorio elegido, escuche los gritos. “¡Puto
capitalista de mierda! ¡Todos los banqueros sois iguales, unos chupópteros!
Corre corre, ¡ojalá te pises la corbata y te des una hostia!” Me volví,
boquiabierto, y comprobé que los jóvenes, sentados muy cerca de un conocido
local ocupado desde hace muchos años, se dirigían a mí. Me acerqué (¡y es que
uno no espabila!) e intenté comentarles que yo no era banquero, ni capitalista,
ni adinerado, ni… que tan sólo era un humilde profesor y que si iba así vestido
era porque acudía a un concierto. La verdad es que no pude terminar mi
argumentación, era a todas luces inútil. En primer lugar, porque los jóvenes en
cuestión no deseaban escucharla, ya me habían catalogado, por mi forma de
vestir, como perteneciente a una determinada tribu urbana: los pijos, y la
misma, al parecer, estaba en guerra con la suya. En segundo lugar, porque sus
prejuicios no les permitían abrirse al otro, al diferente, a sus condiciones y
condicionantes, a su forma de ser, de existir y de manifestarse. ¡Anatema! En
tercer lugar, porque el “porro” que estaban liando, al parecer les estaba
planteando serias dificultades de confección, tanto estructurales como de
firmeza.
Salí de allí, digamos que, con celeridad, y enfilé la
decena de metros que quedaban hasta el lugar del referido concierto pensando en
la concepción que tenían esos chicos de aquel que no perteneciera a su grupo, a
su clan. Su argumentario, en su autoimagen seguramente progresista, era profundamente
reaccionario, pues no difería en nada del mantenido durante siglos por esa
concepción puritana o burguesa que despreciaba a quien no vestía según sus
parámetros. Aquellos muchachos, fruto en definitiva de lo que, lamentablemente,
nos transmiten a diario ciertos políticos y telepredicadores en un país tan
cainita como España, construían la alteridad proyectándola, no como una
posibilidad de complementariedad, sino como algo a combatir. Es el discurso
fácil, binario, que no conoce matices. Todo es blanco o negro. O eres de los
míos o no mereces sino desprecio. O estás conmigo o contra mí.
Poco importa que Friedrich Engels, Vladimir Lenin, León Trotsky,
Juan Negrín, Manuel Azaña, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Salvador
Allende, Santiago Carrillo, Gaspar Llamazares o Pablo Iglesias hayan llevado o
lleven corbata. Si los mentideros del grupo, hoy en día azuzados a través de
las redes sociales, acuñan un eslogan, el grupo, dócil y sin un ápice de
espíritu crítico, abraza ese discurso cual si de un dogma de fe se tratara:
corbata igual a neoliberal. Y así le va a este país, en el que remar juntos en busca
de un bien común se está convirtiendo en una utopía. Una quimera de la que nos
aleja un odio binario e irreconciliable: izquierda o derecha, fachas o rojos,
progresistas o conservadores, centralistas o independentistas, machistas o feministas,
del Madrid o del Barsa, de ABC o de El País, señorito o “perroflauta”, de taxi
o de Cabify, pro “relator” o anti “relator”, de bandera bicolor o de bandera
tricolor, machistas y feminazis… Nuestra sociedad mediática y postmoderna, salvo algunas mentes
lúcidas a las que pocos otorgan el crédito que merecen, está educando a las
nuevas generaciones en un lenguaje “guerracivilista” que anima al combate en
vez de al acercamiento y la proactividad. Una sociedad que está siendo fertilizada
a diario por “mamporreros” del enfrentamiento y el desprecio, en definitiva, una
sociedad del odio. Decía Confucio que “si odias a una persona, entonces te ha
derrotado”; pues bien, creo que estamos alimentando una hueste de derrotados
que sólo pueden llevarnos a la derrota colectiva.
Como buen resiliente, intento sacar conclusiones positivas
de toda experiencia. De ésta, también lo haré. La primera, evitaré pasar por
ciertos rincones en cuanto mi pituitaria detecte un cierto olor a “costo”. La
segunda, voy a intensificar la utilización de la corbata… ¡Por la gloria de mi
padre!
Jesús Prieto Mendaza (hoy... encorbatado)
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